sábado, 31 de diciembre de 2011

José Bretón y la calumnia

¿Están protegiendo nuestros tribunales el derecho de información? En mi opinión no, salvo que por ello entendamos la calumnia, la insidia o el puro y simple cotilleo. En los siglos XVII y XVIII, los ilustrados consideraron que una sociedad democrática no sería posible sin debate intelectual. Es decir, sin la creación de un mercado en el que se expusieran ideas carentes de censura previa. Hasta entonces, sólo los poderes públicos habían estado en condiciones de crear un mundo a su medida, esparciendo las informaciones que les servían para arrojar a las tinieblas a sus enemigos reales o imaginarios. John Milton, en su Aeropagítica, polemizó vigorosamente a favor de la libertad de expresión pero sabía que tenía límites situados en el profundo respeto a la dignidad de todos los seres humanos. Era consciente de que ninguna libertad, por importante que fuese, podía constituir una patente de corso.

Milton se desmayaría si pudiese ver la realidad del “mercado de las ideas” en nuestro tiempo, entre otras razones, porque se daría cuenta de que no existe ninguna. Para mi asombro, leo hoy en una nota digital, al parecer muy reproducida por la televisión, lo siguiente: “Soledad fue asesinada hace casi 20 años en Córdoba. Justo antes de que se archive el caso definitivamente, el nombre de José Bretón ha salido a la palestra. El padre de los niños desaparecidos de Córdoba podría tener alguna relación con ella”. Y se añade: “La familia de Soledad no tiene constancia de que la mujer conociera a José [pero] al tener una edad similar, se rumoreaba que podrían pertenecer a la misma pandilla”. ¿Quién ha podido elucubrar una cosa así? Por el hecho de tener la misma edad de la víctima se quiere relacionar a Bretón con un asesinato de hace veinte años. ¿Estamos locos?

Es posible que Bretón haya secuestrado, asesinado incluso, a sus hijos. No existe ninguna certeza, juega a su favor desde luego la presunción de inocencia, pero deben haber aparecido los suficientes indicios en su contra como para que la autoridad judicial decida mantenerlo en prisión. Sin embargo, aun cuando se llegase a demostrar la realidad del delito, conserva intactos la totalidad de sus derechos, entre ellos el estricto respeto a la parte de su honor que no se ha desvanecido por el hecho criminal que hubiere podido cometer. Las penas infamantes, que iban destinadas a destruir la integridad moral de quienes las sufrían, han desaparecido de nuestro ordenamiento jurídico, o así lo habíamos creído.

Las noticias que se difunden por Internet, incluso por la prensa considerada seria, constituyen una burla a los derechos al honor de los ciudadanos. ¿Qué se enseña actualmente en nuestras Facultades de Periodismo?

sábado, 17 de diciembre de 2011

Santos en el infierno

Una de las mejores novelas del siglo XX español es sin duda “San Manuel bueno, mártir” de Miguel de Unamuno. Es la historia de un párroco dedicado con fervor a su ministerio sacerdotal, próximo a los más necesitados y querido por todos. Cercano a la ancianidad, se reconoce poseedor de un angustioso secreto: en realidad ha dejado de creer, no puede aceptar la idea de un Dios que tolera el mal. Sin embargo, apartarse de la Iglesia significaría reconocer que el universo carece de sentido, no puede dejar a sus feligreses sin esperanza, y finge hasta el final. Muere como un santo, quedando para siempre como un ejemplo de vida y de fe. La verdad es que un creyente inteligente tiene que dudar, lo que implica una existencia en tragedia.

Existen muchos dioses en los que creer, así en los años sesenta y setenta la generación de jóvenes españoles que tuvo noticia del mayo francés de 1968, y protagonizó la lucha contra los estertores del franquismo, estuvo también marcada por la fe, aunque una de carácter laico: el Estado de Derecho, la conquista de la democracia y un universo construido desde el combate ideológico constituían sus pilares fundamentales. Muchos terminaron en la cárcel, algunos incluso, caso de Enrique Ruano, perdieron la vida. Sin embargo, lucharon con la pasión propia de los iluminados: los buenos estaban a un lado y los malos al otro, entonces no era posible dudar. Han pasado los años, quizás demasiados, y muchos de aquellos chicos han dejado de creer. Como diría un marxista, las ideas son simples superestructuras, lo malo es que, debajo de ellas, ahora sólo se ve deseo de poder, ambición, violencia y sexo: los impulsos que en todo tiempo han dominado a los seres humanos.

La lucha política fue el gran motor de aquella juventud. Sin embargo, en el fondo es legítimo pensar que lo único que mueve realmente a los que la practican es el instinto de supervivencia, el dominio sobre otros hombres y el universal deseo de ser reconocido y amado. Todo lo demás son zarandajas a utilizar a la mejor conveniencia de unos y otros. Es verdad que la historia ha supuesto un largo camino por la ampliación de la titularidad del poder, desde una ínfima minoría hasta su asunción por las masas, es decir por la totalidad. Y ahora puede verse lo que realmente se pretendía, que nadie fuera más que nadie: un simple problema de competitividad animal.

Sin embargo, la historia del hombre no puede entenderse sin los sueños, incluso de los revestidos de ciencia y racionalidad. Y como, hoy por hoy, no hay alternativa al sistema, será preciso seguir luchando por él. Personalmente, he dejado de creer incluso en las elecciones, pero para morir en santidad, cosa que nunca viene mal, fingiré que sigo interesado en ellas. Ser canonizado no deja de ser estimulante.

sábado, 3 de diciembre de 2011

El escándalo de Urdangarín

Decía Kenneth Clark que una sociedad conserva su vitalidad cuando tiene confianza en el mundo en que vive, fe en su filosofía, en sus leyes y en la propia capacidad mental. Nosotros estamos tan desmoralizados que vivimos las noticias sobre Urdangarín como si fueran una cosa normal cuando no lo son. Anunciar que en la Junta Directiva de una entidad de su creación participan la infanta Doña Cristina y un “asesor de la Casa de S. M. El Rey” no es ya escandaloso, es patético. En cierta ocasión, un aristócrata, relacionado con el mundo de las letras, llegó a decir que el problema de los hijos de nuestros monarcas radicaba en que no eran capaces de entender la esencia de su institución, probablemente es verdad.

Los japoneses creyeron que su emperador poseía naturaleza divina hasta el fin de la segunda guerra mundial, y estudios recientes han puesto de relieve que algo semejante pasaba en Inglaterra en el momento de la coronación de Isabel II. ¿Por qué los Estuardo, los Braganza, los Austrias o los mismos Borbones reinaron durante siglos? Entre otras cosas porque la sociedad estaba convencida que los miembros de sus dinastías se elevaban muy por encima del común de los mortales. Luis XIV no sólo constituía en sí mismo el Estado francés, era un taumaturgo, de hecho fue consagrado con la “santa ampolla” que le daba poder para curar enfermedades como la escrófula.

Era imposible que un rey llegara a casarse con un plebeyo pues perdería todo su carisma. Nuestros príncipes han querido demostrar su carácter democrático, y se han unido con una periodista, un jugador de balonmano y un ciudadano algo extravagante. Muy bien, han demostrado su sensibilidad pero, entonces, tendrán que estar a las consecuencias de ello, lo que implica justificar sus actos como un ciudadano normal. Suponiendo que fuese cierto lo publicado, y es verdad que las filtraciones desprestigian la justicia y eliminan las posibilidades de defensa de los afectados, la Casa Real no puede seguir guardando silencio, tiene que reaccionar de una vez. No vale decir que su intención es evitar injerencias. Cuando se implica a un pretendido asesor de la Casa Real, hay que negarlo y hacerlo claramente. Los españoles no podemos aceptar que la jefatura del Estado siga sometida a sospecha, sería inmoral.

Por desgracia, por razones de elemental responsabilidad, si las explicaciones se producen lo sensato será aceptarlas por mucha desconfianza que nos puedan producir. Son tantos los peligros que se ciernen sobre nuestro país, y los menores los económicos, que sería el colmo tener que enfrentarse con un problema como el del Rey, por muy frívolo e imprudente que haya podido ser. ¡Apañados vamos!