miércoles, 26 de octubre de 2011

Enrique Zapata

Enrique Domínguez Zapata (1934-2011). Dirigente histórico del Partido Comunista en Andalucía.

El pasado viernes, día 21 de octubre, murió Enrique Zapata. Le falló un corazón que había empezado a darle problemas desde su detención en los calabozos de la Brigada de Investigación Social en el año 1970. Se había decretado el Estado de Excepción con motivo del proceso de Burgos, y Creix, el Jefe Superior de Policía de Sevilla, desde luego con enorme eficacia, lo aprovechó para la desarticulación del Partido Comunista de Andalucía. Enrique era responsable del aparato de propaganda, cayó de los primeros. Era consciente de que de su silencio dependía la libertad de numerosos militantes, y aguantó los interrogatorios hasta que el primer infarto llegó. A veces nos olvidamos que España vivió en una Dictadura hasta el año 1977, y que sobre el heroísmo de muchos obreros de la época está construida nuestra democracia.

Ingresó en el Partido Comunista en el año 1964, y fue responsable de su sección de propaganda en la provincia de Sevilla en los años setenta, fundador de Comisiones Obreras en el sector del transporte y Presidente de la Cooperativa Sevillana del Táxi al inicio de su andadura. Pero lo fundamental es que era un hombre bueno, esencialmente bueno, un comunista forjado en los moldes de Gorki. Con toda seguridad, España hubiera sido muy distinta si el PCE hubiera obtenido en las elecciones de 1977 el resultado que, por su contribución a la recuperación de las libertades públicas, había merecido. No fue así, y una cantera de trabajadores cultos, con sentido moral y, sobre todo, responsables y honestos se perdió para siempre. Preferimos quedarnos con los oportunistas, así nos ha ido.

Enrique vivió siempre en una modestia extrema, y cuando la democracía llegó se retiró a la vida privada sin percibir jamás un sueldo público. Nada reclamó, pues a los viejos comunistas les bastaba con el orgullo de servir a sus ideales y a la liberación de la clase obrera. Muy pocos quedan como él.


martes, 25 de octubre de 2011

¡Viva Gadafi!

Se ha dicho que la historia es la ciencia de la desgracia de los hombres, de su crueldad también. Han pasado ya unos días desde el asesinato de Gadafi, y, salvo muy escasas excepciones, no he encontrado ninguna manifestación de repulsa, ni de horror, por las torturas y humillaciones que sufrió el dirigente libio antes de su muerte. ¿Cómo es posible que los países occidentales nos hayamos embarcado en esto? Teóricamente, se dijo que se trataba de proteger a un pueblo que luchaba por la liberación, y podía ser masacrado. La verdad es que, si unos eran salvajes, los otros lo eran también, incluso más. Torturar a una persona hasta morir, sin tener el más mínimo gesto de piedad, constituye una práctica que nos remonta a la Edad Media.

La verdad es que en Ocidente, durante siglos, hemos sido expertos en infligir sádicamente daño a los demás; basta con estudiar sus períodos revolucionarios. Mussolini y su amante Claretta Petacci, por ejemplo, fueron objeto de todo tipo de vejaciones por una furiosa muchedumbre antes de ser colgados cabeza abajo en una plaza de Milán. Casi con toda seguridad sus verdugos habían sido antes fervorosos fascistas, pues la cobardía y la traición son características propias de los asesinos. Años después, antiguos comunistas, en un episodio infame, sometieron a una parodia de juicio a Ceaucescu y lo ejecutaron sin ningún tipo de garantía procesal. Nadie, o casi nadie, en el mundo democrático se decidió a protestar.

¿De verdad estamos civilizados? Casi con toda seguridad no. Contemplar cómo centenares de bestias hieren, escupen y humillan a un ser agonizante, que parece implorar piedad, demuestra que no lo somos. Para colmo, sin ninguna responsabilidad hemos ayudado militarmente a unos grupos, muchos de ellos integristas musulmanes, sin conocer las consecuencias políticas de nuestra intervención. ¿No nos hemos dado cuenta de que posiblemente Gadafi será sustituido por un régimen sujeto a la Sharía? ¿Estamos locos? Lo estemos o no, su muerte inspira pura y simple vergüenza, y parece el momento de pedir perdón.

Los antiguos griegos amaron la tragedia, creían que todos los hombres estaban dominados por el destino. En el caso de Gadafi así ha sido. Por muchas barbaridades que hubiese cometido, su muerte ha sido heróica, pues ha defendido su suerte hasta el final. Sus ejecutores, en cambio, han sido seres dominados por el bestialismo y la vileza. Y no hace falta ser cristiano, basta con poseer un mínimo de sensibilidad, la que todos los demócratas dicen tener, para unirse al coro de la indignación. Yo no pago impuestos para que aviones de mi país ayuden a torturar a un ser humano, me rebelo.

sábado, 22 de octubre de 2011

Una sociedad enferma - Sur de Córdoba

¿Qué pinta Kofi Annan?

En todas partes existen chalados, a nivel internacional también. No es insólito encontrar caracteres mesiánicos dispuestos a exportar sus recetas por medio mundo: si tienen medios económicos, o alguien está dispuesto a pagarles, se trasladarán sucesivamente de Somalia a Ruanda, a Kenia o hasta la misma Conchinchina si se diese el caso. La vanidad y soberbia de los hombres es infinita, así que nada de esto puede resultar sorprendente. Lo extraño es que un gobierno europeo acepte que personalidades de ese calibre puedan entrometerse en asuntos internos. Y es que tanto el terrorismo como el sentimiento independentista de una parte de la población, por grande que pudiera ser, son problemas que sólo afectan a los nacionales de cada Estado, por lo menos de los que tienen una naturaleza democrática. España, desde 1977, la tiene.

Kofi Annan no debe de estar loco, todo lo contrario, ha sido Secretario General de la ONU; en principio al menos se trata de un hombre respetable y con prestigio, ¿qué pinta entonces en el País Vasco? Obviamente le habrán recordado la importancia decisiva que tuvo la mediación para la solución del conflicto del Ulster. Sin embargo, hay un dato elemental del que no es posible prescindir: en aquel caso sí existía un problema internacional pues afectaba a dos Estados, Irlanda y el Reino Unido, y derivaba de la independencia del Eire que excluyó a los condados del norte. Además, dos comunidades, la católica y la protestante, se enfrentaban en una auténtica confrontación armada. A los propios británicos les interesaba la colaboración irlandesa, o norteamericana, pues el origen de todo tenía una carácter colonial.

En el País Vasco, los que practicaban la violencia eran terroristas y punto. Desde la llegada de la democracia, cualquier “actividad armada” no puede tener otra naturaleza que la delictiva, y para solucionarla están la policía y los tribunales de justicia. También los instrumentos políticos, pues no es posible eludir el deseo de “autodeterminación” de una parte de tu pueblo, que es necesario abordar mediante el diálogo y las urnas. Pero la intervención de mediadores ajenos al Estado implica el reconocimiento de que somos incapaces de resolver el tema con nuestros propios medios. Es una confesión de debilidad, que inspira vergüenza.

¿Alguien se puede creer que Kofi Annan se habría trasladado a España si se hubiese producido una simple llamada telefónica de nuestra más alta representación gubernamental? ¿Con Felipe González o con Aznar habría tenido lugar algo así? Es evidente que no. Ahora, nos recomiendan que “abordemos las consecuencias del conflicto”. ¿Cuáles? Si son políticas, implicaría aceptar que vivimos en un país tercermundista en el que el terror obtiene réditos.

sábado, 8 de octubre de 2011

Pura vanidad

¿Qué impulsará a innumerables personas a convertirse en candidatos de un partido en las próximas elecciones? La mayoría, muy sensatamente, contestará que el sentido cívico, o el espíritu de servicio como decían los franquistas. Muchos otros nos asegurarán que la convicción ideológica, cosa poco creíble cuando han muerto todas. En mi opinión, estas respuestas son casi siempre falsas: lo que les mueve es la pura y simple vanidad. Hegel decía que el deseo de reconocimiento constituye el motor fundamental de los seres humanos: necesitan ser admirados, y para ello buscan el poder. En el fondo, el exhibicionismo es un comportamiento animal, que el hombre conserva en grandes dosis. Los gallos en sus peleas, para intimidar a los demás, cacarean mucho. Lo que suele resultar un poco ridículo cuando lo hacen señores con bigote.

Chateaubriand, el autor de El genio del cristianismo, nos cuenta en sus Memorias de ultratumba, sin ningún género de pudor, que conoció a Napoleón en una recepción en la que el Emperador se dirigió directamente a él para decirle: “en esta sala hay dos grandes hombres: usted y yo”. ¡Valientes bobos debían de ser los dos! Si existiera algún “gran hombre”, cosa que dudo, no se le ocurriría ir pregonándolo a diestro y siniestro por un elemental sentido del ridículo. Es verdad que, en épocas convulsas, las sociedades buscan las personas más adecuadas para dirigirlas. En estos casos, la vanidad no desaparece, pero se sublima, hasta el punto de no resultar perceptible ni para el individuo, que la padece, ni para sus contemporáneos. Pero, cuando la normalidad vuelve, las coartadas se desvanecen.

¿Han contemplado alguno de los autorretratos de Durero? Se pinta para mostrar urbi et orbi su propia belleza, es una nota característica de los seres humanos. Con razón, los Estados Unidos viven obsesionados con la idea del fracaso individual; sin necesidad de mayor análisis psicológico, demuestran que lo único que les importa es el éxito: en los negocios, en el deporte, o en el comportamiento erótico. La política constituye también un escenario en el que combaten egos, y sería sensato que lo tuviéramos en cuenta. Por mucho que se nos ofrezcan recetas económicas, al final lo que importará será mostrarse más atractivo que el contrario.

La mitología griega nos cuenta que habiendo llegado un día Narciso, célebre por su belleza, al borde de una fuente contempló su propia imagen y quedó prendado de sí mismo. Enloquecido, al no poder alcanzar el objeto de su pasión, se fue consumiendo de inanición y melancolía hasta quedar transformado en la flor que lleva su nombre. El mito es hermoso, y sirve también para evitar el ridículo.