martes, 26 de enero de 2010

Animal solitario


Sin necesidad de haber estudiado psiquiatría, todo el mundo es consciente de que analizamos la realidad desde nuestro punto de vista personal. Somos esencialmente egoístas, porque nuestro yo es lo único que poseemos con seguridad. Como diría Castilla del Pino, “de entre todos los objetos, hay uno por el que el sujeto se interesará de manera constante y privilegiada: él mismo, incluido su propio cuerpo en tanto que soporte”. Probablemente, sea el mecanismo más efectivo que tiene cualquier animal para defenderse en la lucha por la supervivencia. Sólo que teóricamente somos entes racionales y funcionamos, o mejor dicho lo pretendemos, sobre la base de ideas. Es falso, y tanto lo es que continuamente distorsionamos lo que vemos, lo modificamos.

Interpretamos los hechos a medida de nuestros intereses; si se quiere a la manera en que la genética y la propia experiencia subjetiva han contribuido a estructurar los mecanismos de nuestro cerebro. No hay dos personas que sean capaces de ofrecer una narración idéntica de un mismo suceso. ¿Por qué todos los delincuentes proclaman una y otra vez su inocencia? Porque se lo creen realmente, contemplan la realidad de forma distinta a la de los demás. Cualquier profesional que haya ejercido el derecho penal sabe que en la inmensa mayoría de las ocasiones la acusación será negada violenta y sistemáticamente. Hay quienes reconocen su culpabilidad, pocos, pero paradójicamente son los seres más débiles, con una baja autoestima y escasos mecanismos de defensa.

Es cierto que todo esto conduce a un enorme escepticismo personal y social. ¿Sirve de algo el diálogo? Por ejemplo, los dos últimos siglos han estado presididos por un paradigma ideológico: La soberanía parlamentaria, sobre la base de que el intercambio de pensamientos entre los representantes del pueblo daría lugar a la verdad, al menos en sentido jurídico. Pero ¿quién es capaz de convencer a nadie? Las discusiones siempre suponen un monólogo sucesivo, mientras el otro habla, tú estás preparando el razonamiento posterior. Entonces, ¿es posible creer que algún día las bancadas del gobierno serán capaces de aceptar algo de las de la oposición, o viceversa? Es verdad que no sólo se trata de una cuestión de estructura mental, hay también un problema de generosidad que nuestros políticos son reacios a expresar.

En una excelente novela de Hermann Hesse, Siddharta le dice a su discípulo: “A nadie le podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo que te ha sucedido a ti en el momento de la inspiración”. Y tenía razón, nuestras experiencias son intransmisibles porque los demás las entenderán a la medida de las suyas. Estamos solos e incomunicados, aunque soñemos lo contrario.

martes, 19 de enero de 2010

La duda

No hay ninguna necesidad de ver la excelente película, “La duda”, de John Patrick Shanley, estrenada en el año 2008, para constatar que vivimos en un mundo carente de certezas, lo que nos provoca inseguridad y angustia. Es cierto que Descartes pretendió introducir algo de orden en nuestro caos mediante su célebre método, que partía de un axioma en principio irrebatible: “pienso, luego existo”. A partir de ahí, sería posible avanzar siempre que obtuviéramos las conclusiones adecuadas, mediante un sistema de deducciones y pruebas en cadena. Pero, ¿quién existe? ¿Es posible que mi yo constituya una mera ilusión? Todas las ideas mantenidas en la caverna de Platón evidentemente lo eran.

Las dudas de carácter personal reflejan la naturaleza trágica del hombre, pero pueden plantearse en cualquier terreno. Por ejemplo, en la política española, cabría preguntar si los miembros del Gobierno de Zapatero pueden distinguirse por su singular falta de solidez intelectual y de preparación ideológica y económica como podría deducirse de los recientes editoriales del Financial Times o The Economist o, por el contrario, constituyen un grupo de jóvenes bienintencionados, y de un progresismo que no puede ser entendido por las generaciones de más edad, ya caducas y ñoñas. Aunque las tentaciones de inclinarse por lo primero sean bien fuertes y justificadas, ¿qué más da? Carecen de posibilidad de incidir de manera profunda en la vida de nuestra comunidad.

Los grandes temas de hoy, los que verdaderamente determinarán nuestro futuro, desde la posición de Occidente frente a los integristas islámicos hasta la uniformidad que generan los medios de comunicación, pasando por el mantenimiento de la idiosincrasia cultural europea, las amenazas, reales o no, del cambio climático o incluso las guerras en Afganistán o Irak, no dependen para nada de nosotros. En realidad, hemos dejados de ser soberanos, la cualidad esencial de un Estado clásico, caracterizado por un poder absoluto e independiente. En el mundo globalizado en el que vivimos España carece de ninguno de esa clase. Actualmente, ya no hay más soberanía que la que detentan los Estados Unidos, China y, en muy buena medida, el grupo iluminado de Ben Laden.

La mayor o menor audacia del tripartito catalán, los intentos “progresistas” de proclamarnos urbi et orbi como país decididamente laico y de confeso ateísmo, o la voluntad de localizar al pobre Lorca abriendo fosas y fosas en la bella ciudad de Granada constituyen gestos ridículos a escala planetaria, no cuentan. Las decisiones con trascendencia se nos escapan, y nos contentamos con pelearnos sobre si Zapatero es o no Mr. Bean, cuando la verdad es que, si lo fuera, nuestro país sería al menos gracioso.

martes, 12 de enero de 2010

Elogio de la oscuridad

Al parecer, los recientes atentados islamistas están haciendo pensar en la posibilidad de que las medidas de control lleguen hasta el registro corporal, mediante aparatos de detección susceptibles de desnudar indiscriminadamente a todos los viajeros. El motivo es evidente: la defensa de la seguridad colectiva. Pero, en el fondo, es el resultado final de una sociedad de masas en la que el individuo nada cuenta frente a las mismas. Es posible, como diría Shakespeare, que “la vida sea un cuento absurdo, narrado por un idiota sin gracia, lleno de ruido y furia”; sin embargo, para vivir con tranquilidad, necesitamos creer lo contrario y partir de la idea, aun cuando fuese falsa, de que nuestra personalidad tiene valor, que no somos objetos susceptibles de ser utilizados a la pura y simple utilidad de la mayoría.

Es un problema de respeto a un valor esencial del ser humano, imposible de demostrar, pero imprescindible en nuestro desarrollo: el de la intimidad. Nuestra civilización ha partido de la idea de que somos distinguibles unos de otros, no somos una masa dotada de alma única. Por eso, lo más profundo de la persona normalmente origina sentimientos de vergüenza, o de pudor, probablemente porque nos dejan al descubierto, al poner de relieve nuestra última individualidad, lo qué realmente somos. Es verdad que, si aceptáramos la tesis de Douglas Hofstadter, no constituiríamos más que “una ilusión necesaria, un mito o una alucinación imprescindible, resultado de un complejo perceptivo tan sofisticado, la actividad de nuestro cerebro, que puede contemplarse a sí mismo”.

El alma no sería más que “el resultado del zumbido de sus partes”. Aunque fuese así, no podríamos vivir sin creer lo contrario. En el fondo, aunque sea paradójico, dada su defensa de la iniciativa individual, son los Estados Unidos de Norteamérica quienes están contribuyendo más efectivamente a la desaparición de la originalidad. Su carácter puritano, con la interpretación literal de los textos bíblicos, ha hecho que se hayan tomado demasiado en serio aquel pasaje de los Evangelios de San Juan según el cual “todo el que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz, para que no sean puestas en descubierto sus obras; pero el que obra la verdad viene a la luz, para que se manifiesten sus obras como hechas en Dios”.

En consecuencia, todo debería estar expuesto a los rayos del sol. Pero aunque el Príncipe de las tinieblas pueda amar la oscuridad, me confieso ferviente partidario de ella. El secreto no tiene por qué ser pecaminoso; y aun cuando lo fuese, prefiero condenarme para toda la eternidad a que los poderes públicos, o los medios de comunicación, puedan desnudarme para demostrar mi esencial identidad con los demás.

martes, 5 de enero de 2010

El gato de Schrödinger y España


Probablemente, el ejemplo más fascinante de la física cuántica es el experimento del “gato de Schrödinger”. De manera bien resumida, consiste en colocar un animal de esa clase en una caja cerrada con un dispositivo químico que, si se rompe, y existe un 50% de posibilidades de que así pase, provoca instantáneamente su muerte. Pero no hay manera de saber lo que ocurrirá, por eso los científicos señalan, por paradójico que pudiera parecer, que hay que considerar al gato un 100% vivo y un 100% muerto. A la vista de ello, Stephen Hawking afirma, con escepticismo, que “no se pueden predecir los acontecimientos futuros con exactitud si uno no es capaz de medir siquiera el estado del universo con precisión”. Y es que si un gato puede estar vivo y muerto a la vez es que no tenemos la menor idea de lo que nos rodea.

Sin embargo, las cosas son más fáciles de prever cuando los elementos utilizados son todos negativos, se metan o no en una caja. Así, se cuenta que unos viajeros por el tiempo observaron como, en el año terráqueo de 1978, los habitantes de un Estado denominado España decidieron aprobar una organización territorial por la que se concedía autonomía política a la totalidad de las regiones que la componían. En el fondo, lo hicieron para eludir el dilema que representaban las dos únicas realidades nacionales que existían en su seno: las de Euskadi y Cataluña, sin ser conscientes de que, por falta de previsión o irresponsabilidad, iban a generalizar el problema.

Hubo quien se dio cuenta; así el primer presidente de una Comunidad llamada Andalucía afirmó que su único objetivo era aproximar el poder político al pueblo; es más señaló que la palabra andalucista le molestaba y que él se consideraba “españolista”, concepto que los visitantes no llegaron a captar. Lo que sí pronosticaron es que todo aquello iba a terminar muy mal, pero como no les concernía siguieron su camino. Entre tanto, los años pasaron, y cada una de esas comunidades no solamente creó su respectivo Parlamento y Consejo de Gobierno, intentó configurar también un poder judicial independiente. Abrió delegaciones, algunas de ellas auténticas embajadas, en el extranjero y rivalizó en comparar su pretendida identidad nacional con la de los demás, todas ellas, al parecer, mucho más relevantes que las del propio Estado.

El tiempo transcurrió, y, picados por la curiosidad, nuestros viajeros decidieron volver. Se encontraron con el resurgimiento de los “reinos de taifas” que, según se informaron, habían existido ya en la península. El problema era ahora que ninguna ellas se entendía, y se enzarzaban en querellas ridículas y pintorescas. España había vuelto al medievo, y eso que jamás había dominado la cuarta dimensión.