martes, 30 de junio de 2009

El Parlamento

Los europeos actuales, al menos quienes nacimos antes de la caída del muro de Berlín, hemos experimentado el trauma de un universo marcado por las experiencias del holocausto, la locura nazi y el gulag. La lucha por la centralidad parlamentaria no estuvo guiada, entonces, por la aséptica racionalidad como desde la propaganda se pretendía. Se trataba de algo más, constituyó una reivindicación moral, por mucho que la idea de moralidad sonase a burdo prejuicio. Es verdad que el Parlamento, frente a lo que pretendería un fundamentalista, tiene una realidad contingente. Surgió para atender a las necesidades de un determinado momento histórico y puede desaparecer. Lo malo es que, por imprudencia de unos y otros, o simple ignorancia, aceleremos su final cuando no existe nada que pueda sustituirlo.

Durante un tiempo, la labor de los diputados se consideró tan esencial que se estableció, incluso, el instituto de la inmunidad para protegerlos, lo que impedía que fueran sometidos a juicio sin autorización de la Cámara a la que pertenecían. Actualmente se considera un simple anacronismo, sin tener en cuenta que su razón de ser era evitar que la formación de la voluntad popular pudiera alterarse si no se contaba con la opinión de todos los representantes del pueblo. El Parlamento constituía el único valladar frente al totalitarismo, y había que defenderlo. Poco a poco, las técnicas de organización y funcionamiento del Legislativo están perdiendo su credibilidad, se las tacha incluso de periclitadas. Bien está que las desmitifiquemos siempre que seamos conscientes que, hoy por hoy, constituyen la última garantía de la libertad, no hay otras.

Es verdad que los ciudadanos somos iguales ante la ley, que los abusos deben eliminarse y que el periodismo de investigación alumbra las zonas oscuras que propician la impunidad; según los norteamericanos el sol sería el mejor de los desinfectantes. Nada de ello es óbice para desear que la lucha política se desarrolle con respeto a la dignidad que merecen todos y cada uno de los ciudadanos, también los representantes del pueblo. Debe haber un límite entre la crítica fundada al político corrupto y la satisfacción obsesiva del interés morboso de los que sólo quieren el escándalo y la destrucción de la personalidad. Entre otras razones, por la elemental de que suponen un público que no está interesado precisamente en los aspectos más profundos del debate de ideas, no merecen la pena.

Si no se establecen distinciones, llegará un momento en que los que estamos cansados, y mucho, de la falta de solidez de nuestra clase política, empecemos a estarlo también de la prensa, la crítica por la crítica no es lo que quería Stuart Mill. De todo esto reflexionaba el otro día con Fuensanta Coves, nuestra honesta Presidenta del Parlamento.

martes, 23 de junio de 2009

Danzas en la Marienkirche

Hace unos días, en Lübeck, en la iglesia de la Marienkirche, pude observar en un panel una reproducción de unas pinturas que existieron en el coro de la misma, desde el siglo XV hasta su destrucción en la guerra. Se trata de unas conocidas escenas en la que doce personajes, cada uno de ellos cogido de la mano de un esqueleto, parecen bailar grotescamente. A pesar de su indudable belleza, la impresión que debían producir era de puro y simple miedo. Constituían un ejemplar más de las denominadas danzas macabras que proliferaron en Europa occidental a todo lo largo del medievo, siempre me interesaron.

La más célebre de todas fue la de los Inocentes, de París. La misma, como nos cuenta Johan Huizinga, fue la representación más popular de la muerte que conoció la Edad Media: “Riendo sarcásticamente, con el andar de un antiguo y tieso maestro de baile, invita al Papa, al emperador, al noble, al jornalero, al monje, al niño pequeño, al loco y a todas las demás clases y condiciones, a que la sigan". No hay nadie que se libre. Era un mundo en el que, como recordaba un relato de la época, desde las cercas de los cementerios, escritos situados junto a horripilantes calaveras advertían a los vivos que por allí se aventuraban: "Lo que sois lo fuimos nosotros, lo que somos también vosotros lo seréis".

No puede obviarse, desde luego, la influencia que ejerció en la psicología colectiva la denominada peste negra. Como nos enseña cualquier enciclopedia, se trataba de "una plaga de los tiempos antiguos, que dio lugar a pandemias. Es quizá la enfermedad infecciosa que se ha cobrado mayor número de víctimas en la historia de la humanidad". Así, la de 1348, procedente de Crimea, se extendió por los países mediterráneos y la Europa central y nórdica hasta llegar a las islas británicas, abatiendo a cerca de un tercio de la población occidental. No existía ningún tipo de remedio médico y su rápido avance hacía pensar en la cabalgada de la Muerte en triunfo, a la manera popularizada en cuadros e imágenes, desde Brueghel hasta El Bosco.

En los tiempos modernos, los avances de la medicina y el desarrollo de los psicofármacos parecen habernos concedido momentáneos respiros, no demasiados, pues como decía el genial Albert Camus lo único real es que los hombres mueren y no son felices. Ciertamente, Fukuyama se ha atrevido a pronosticar que la biotecnología nos aportará en las dos generaciones próximas las herramientas que nos liberen de la muerte y la enfermedad. Hay quien ha dicho que eso significaría “abolir los seres humanos como tales”, pues la angustia sería su nota característica. En lo que a mí respecta, prefiero renunciar de antemano, y solemnemente, a dicha condición por muy provechosa que pudiera ser.

martes, 16 de junio de 2009

La verdad del acusado

Un espléndido artículo de Gómez Marín me hace reflexionar sobre las declaraciones en juicio. Nicolau Eymeric, en el siglo XIV, al establecer las reglas del procedimiento ante el Santo Oficio señalaba: “Lo primero dirá el inquisidor al reo que jure a Dios y a una cruz que dirá verdad en cuanto le fuere preguntado, aunque sea en perjuicio propio”. Si no lo hiciese, o existiesen sospechas de falsedad, cosa nada rara porque “los herejes son muy astutos para disimular sus errores”, todos los medios serían lícitos para obtenerla, incluso la tortura: el catálogo de ellas ha sido de lo más variado hasta tiempo bien recientes. Parecía ridículo que el pecador pudiese alegar derechos frente al Todopoderoso, llámese Dios o Estado. El hecho se había cometido o no, lo demás serían sutilezas.

El ordenamiento jurídico estaba construido sobre bases muy simples: las cosas, sobre todo cuando se trata de juzgar, son blancas o negras, los matices sólo sirven para enredar. Sin embargo, los hechos del hombre no son unívocos, pueden obedecer al mismo tiempo a muy distintas causas. En consecuencia, los Estados de Derecho ofrecen a cada uno la posibilidad de ofrecer su versión. Los totalitarismos religiosos o políticos han entendido siempre que la verdad es única, cuando no lo es. Si se quiere actuar con un mínimo de justicia, los acusados en un proceso penal deberán gozar de la posibilidad de presentar su propia interpretación.

Escandalizarse por la consagración de un pretendido derecho a mentir es absurdo, entre otras cosas, porque muchas veces nadie miente, cada uno tiene su propia visión aunque sea bien contradictoria con la de los demás. Como reacción frente a las autoritarias sociedades del pasado, la Constitución española ha establecido el derecho, no propiamente de mentir, sino de defensa y de no confesarse culpable. En consecuencia, en el curso de su declaración, el acusado puede alterar la verdad, falsearla a la medida de sus intereses, y el ordenamiento jurídico no podrá reaccionar. Es el resultado del reconocimiento de la dignidad del ser humano, que podrá justificar su yo, por muy grave que pudiese ser la conducta imputada.

Cabe volver atrás, a sociedades en las que el criminal carezca de derechos. Si así fuese, ¿qué garantías tendríamos frente a quienes nos acusasen falsamente de delitos basados en hechos parcialmente reales, pero explicados a la medida de sus torcidas interpretaciones? La posibilidad de ofrecer la propia versión, siempre interesada, es la última garantía de la libertad. Si no se reconoce, en vez de jueces, existirían comisarios políticos obsesionados por el crimen.

martes, 9 de junio de 2009

Brujas en el cielo

Durante siglos, los hombres han imaginado las cosas más extrañas y disparatadas. Así, en el siglo XV la creencia en las brujas estaba tan extendida que hubo necesidad de publicar una guía, el célebre “Malleus maleficarum”, para indicar las señales más seguras para descubrirlas, había que evitar que eludieran la hoguera. Años después, el padre Lactance declaró en forma bien solemne, en actas recogidas en los procesos de Loudun, que demonios especialmente rijosos copulaban con cándidas novicias en un respetable convento de ursulinas. El testimonio causó sensación dada su fama de hombre de Dios, metódico y serio. Reputación que no debía ser muy rigurosa si se tiene en cuenta que, poco después, confesó que él también había sido poseído por el Maligno.

Su delirio no era más que la consecuencia de una sociedad intolerante, la represión indefectiblemente conducía a la locura. En comparación, las conjunciones planetarias que observa Leire Pajín parecen bien bondadosas e inanes, ya no existen brujas revoloteando por encima de nuestras casas. Nuestro universo no es peligroso, es infantil. Existen malos, muy malos, pero de cuento; en el fondo se consigue conjurarlos narrando simplemente sus villanías. Los orcos lucharán contra los hobbits y los ángeles contra los demonios, no en vano Dan Brown se ha convertido en el autor preferido de las masas, en escenarios cinematográficos que no generan riesgos. Desde luego, el espectáculo devendrá estelar si son Obama y Zapatero quienes, con capa y espada, se enfrentan a los villanos que, por supuesto, ya no pueden ser musulmanes. No, por Dios, sería indecoroso pensarlo.

Es ridículo, pero paradójicamente constituye el final resultado de un mundo que se quiere tan igual, que hasta los mismos talentos, factor de diferencia políticamente incorrecto, se pretenden uniformar. La mejor manera de impedir que nadie destaque será asegurar que vivamos el mismo universo de sueños de Leire Pajín. Si la realidad se simplifica hasta el punto de que todo se reduce a un combate entre un Obama progresista y multicultural contra seres reaccionarios, refugiados en oscuras cavernas, singularmente en España, los problemas devienen tan burdos que la inteligencia será innecesaria. Bastará con repetir las consignas de los que mandan, que saben distinguir perfectamente entre el bien y el mal pues les ha sido concedido un don especial.

Es posible que nos volvamos así un poco tontos, quizás sea el objetivo, además los pobres de espíritu fueron siempre bienaventurados. Conseguiremos la gloria eterna, que ya no consistirá en la beatífica percepción de Dios sino en el pase ininterrumpido de películas de acción protagonizadas por políticos honestos y guapos.

martes, 2 de junio de 2009

Un sistema falso

Miles de personas, y sus familiares, dependen en nuestro país de los partidos, de sus vaivenes internos y de la contienda electoral. Su estabilidad económica, las posibilidades de distinción y futuro están así condicionadas por el resultado de las urnas. Es verdad que existe una justificación de peso: al intervenir en la vida pública, sirven a un determinado proyecto de ordenación de la convivencia, actúan por ideas sin las que el sistema democrático desaparecería. ¿Y si fuese falso, si ya no existiesen alternativas ideológicas en nuestro universo político? Es ese caso, una gigantesca coartada estaría encubriendo el puro y simple interés.

La inmensa mayoría de nuestros comunicadores, con notables excepciones desde luego, se sitúan a uno u otro lado del espectro partidista, desarrollando líneas editoriales que favorecen sus respectivas posiciones. Detrás de los mismos, están concretos individuos que se verán directamente afectados por la cercanía o el alejamiento del poder, las políticas de subvenciones y el otorgamiento de cargos. Tienen también una justificación única: si la libertad de expresión es preciosa, mucho más tiene que serlo para los creadores de opinión. Teóricamente el debate sería el único medio para consolidar una sociedad libre. ¿Y si hubiesen desaparecido tal tipo de sociedades en nuestro horizonte cultural? En ese caso, la discusión serviría pura y simplemente para proporcionar legitimidad al sistema.

El riesgo de la igualdad es la uniformidad mental, que destierra al sanatorio psiquiátrico a los que disienten. Si bien se observa, las alternativas reales se han convertido en tabú, no es posible siquiera plantearlas a no ser que quieras poner en peligro tu propia promoción. ¿Es posible imaginar en España a un intelectual, como Garaudy, que se atreviera a negar el Holocausto? Es verdad, existen todavía en nuestro país temas polémicos: la articulación territorial del Estado, la legalización del aborto a plazos, la política de trasvase de aguas y tantos otros. Pero, con independencia de que ninguno de ellos define una posición ideológica, las maquinarías partidistas rehuyen adoptar posiciones cerradas, prefieren los matices que permiten salidas coyunturales. Las decisiones definitivas impiden los necesarios pactos…

En el franquismo, si ingresabas en un partido podías dar con tus huesos en la cárcel. Ahora, si no lo haces, te conviertes en un ser conflictivo, poco de fiar, y, si no tienes cuidado, perderás hasta el honor que es una pérdida mucho mayor que la de la libertad. La verdad es que, entre unas cosas y otras, y a pesar del atractivo de Rosa Díaz, va siendo hora de plantearse si la abstención no será el único instrumento real de oposición al sistema. Al menos es un gesto estético.