sábado, 24 de marzo de 2007

La política de la popularidad


Decía Madame de Staël, en 1800, en “De la literatura y la sociedad” que “en un Estado democrático, hay que estar en guardia frente al deseo de popularidad porque te lleva a emular la conducta de los peores. Y pronto la gente empieza a pensar que es inútil -más aún todavía- peligroso mostrar una superioridad en exceso evidente sobre la multitud que quieres ganarte”. Por desgracia, en los tiempos actuales, el “populismo”, es decir, el deseo de obtener el aplauso de las masas por motivos fundamentalmente electorales, pero también de puro y estricto narcisismo, se ha convertido en una de las características definitorias de los regímenes occidentales, muy particularmente en España.

Lo que ocurre es que desde el momento en que se cae en esa tentación ya no podrá hablarse de política sino de otra cosa muy cercana a la demagogia, tan propia en Francia de Le Pen y en España de casi todos nuestros dirigentes, que desde luego no parece que se destaquen ni por su originalidad ni por su capacidad de defender cosas distintas a las que les marquen las reivindicaciones más inmediatas de los agitadores de turno. El mayor estadista del siglo XX español, D. Manuel Azaña, en medio de los desórdenes de la II República, supo ver los peligros de todo esto cuando en discurso pronunciado en Bilbao el día 21 de abril de 1934 advirtió que: “…es muy difícil sustraerse a la tentación de seguir la senda más fácil, la más cómoda, y de hacerse este raciocinio: esto halaga, esto me aplauden, esto gusta, esto voy a seguir haciendo cada vez más”.

La búsqueda obsesiva de la popularidad imposibilita la realización de programas políticos serios que requieren sacrificios cuya justificación supone educación, es decir, esfuerzo intelectual, inteligencia. Churchill no movilizó a los ingleses prometiéndoles regalos sin cuento, todo lo contrario les pronosticó: “sangre, sudor y lagrimas”, y le siguieron. En España, en cambio, exigencias de tal índole arrojarían a las tinieblas al imprudente que se atreviese a formularlas. Aquí lo que triunfa es lo frívolo, el esfuerzo de pensamiento está muy mal visto. Es mucho mejor que te vitoreen en los mítines por tus pretendidas cualidades progresistas, palabra mágica donde las haya, que suscitar un debate intelectual sobre cuestiones que puedan producir quebraderos de cabeza a un electorado al que hay que cuidar como a un tierno e indefenso niño.

Por otra parte, la necesidad de satisfacer las reclamaciones de los sectores sociales más vociferantes o reivindicativos, que pueden constituir plataformas de votos seguros para añadir a los ya consolidados, una de las principales características de una política populista, a veces da lugar a procesos imprevistos cuyas consecuencias van a ser difícilmente reparables si es que, cosa extraña, quedara gente lo suficientemente responsable como para intentar remediar el desaguisado de turno. Con un ejemplo, nos basta: El Sahara. Repetir que constituye una de las mayores vergüenzas del Estado español en el siglo XX, o que dejamos abandonados a sus habitantes a merced de una potencia expansionista, su idea del “Gran Marruecos” es suficientemente reveladora, no sirve ya de nada, se ha dicho de todas las maneras.

En el fondo de la actitud gubernamental, se encuentra un miedo radical hacia el conflicto bélico. Suscitar problemas con Marruecos parece demasiado arriesgado: Ceuta y Melilla, una inmigración dirigida y descontrolada, el aumento del integrismo…Más vale dejarlo estar, sobre todo si se parte de la idea de que el electorado es esencialmente pacifista, no quiere líos, prefiere el amor a la guerra.. En consecuencia, se utilizarán frases rimbombantes para subrayar la necesidad de fomentar las buenas relaciones con el vecino del sur, intentando salvar las contradicciones de nuestra política con una verborrea sin sentido impropia de una política seria.

La realidad es la realidad: somos uno de los pocos países de la civilizada Europa, si no el único, que al llegar la descolonización regalamos un territorio, para mayor escarnio provincia nuestra, a un vecino que, según el Tribunal Internacional de la Haya, carecía de género alguno de derechos sobre el mismo. ¡Pura y simplemente un escándalo! Y para colmo lo único que conseguimos a la larga es aumentar los peligros de confrontación exterior, pues con claudicaciones de esa clase lo que hacemos es fortalecer a un Estado que puede deslizarse fácilmente los próximos años en los senderos de la yihad y el fanatismo. Todo ello en beneficio de una popularidad momentánea cercana a la pura y simple estupidez.