sábado, 23 de diciembre de 2006

Memoria histórica a destiempo

El 25 de abril de 1974 cuando los portugueses liquidaron su dictadura, los miembros de la PIDE, la siniestra policía política, fueron perseguidos en las calles y conducidos a los mismos calabozos en los que, durante años, habían sido torturados los militantes de la resistencia. No puede haber símbolo mejor de la caída de un régimen que el que los verdugos sean detenidos por sus víctimas. Se trata de una catarsis; mediante un acto violento pero sustancialmente justo se rompen definitivamente las amarras con el pasado. A partir de ese momento, ya no puede hablarse de reivindicación de una memoria histórica que ha sido llevada hasta sus últimos extremos: ¿cabría hacerlo en Italia una vez que Mussolini y Claretta Petacci fueron ejecutados y sometidos a la indignidad de sus cadáveres colgados boca abajo en público?

En España no hubo ningún tipo de reparación, y las víctimas del franquismo tuvieron que seguir conviviendo con sus represores. Será todo lo triste que se quiera, pero la transición no hubiera sido posible sobre bases distintas a las del olvido colectivo: ¿o era lógico meter en la cárcel a la mitad de una población que tan cómodamente convivió con la Dictadura? No sólo eso, la sublevación de 1936 no fue un golpe de estado, fue una guerra civil en la que unos españoles mataron a otros con una crueldad que sólo se ha visto reproducida en Europa en las recientes guerras de los Balcanes. Tan bestias fueron unos como otros, aunque, en mi opinión al menos, los que se levantaron contra la República en general lo fueron bastante más.

Personalmente, en el año 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, me hubiera alegrado enormemente ver detener a los responsables de las muertes de Enrique Ruano o a los siniestros miembros de la Brigada de Investigación Social cuyos nombres resulta muy difícil olvidar. No fue posible, ¿qué sentido tiene ahora remover las cosas? Lo triste de todo este debate es que, como casi siempre en nuestro país, se prescinde de una serie de datos obvios, que además no se analizan correctamente:

Primero.- Las víctimas del franquismo tienen todo el derecho histórico del mundo a la reivindicación de su buen nombre y a la proclamación de su inocencia.

Segundo.- No puede haber tampoco ninguna duda de que sus familiares deben ser protegidos, en los concretos casos en que deseen conocer su paradero y las circunstancias en que fueron represaliados.

Tercero.-El análisis de la verdadera realidad de los hechos históricos por medio de estudios, ensayos y todo género de publicaciones científicas constituye también una elemental obligación de cualquier pueblo culto.

Cuarto.- La revisión jurisdiccional de las condenas impuestas por los tribunales del régimen anterior es posible en la misma medida en que nuestro ordenamiento jurídico lo permita,

Todo lo anterior es elemental, y nadie puede dudarlo. Como tampoco que sería disparatado, en cambio, que a la altura del siglo XXI se intentase un proceso de revancha contra los vencedores en la guerra. Pura y simplemente porque han muerto, ya no existen y sus hijos no llevan género alguno de estigma, sería inmoral además que lo tuviesen. ¿O es que vamos a buscar responsables imaginarios de carácter colectivo? ¿Lo son actualmente los miembros del PP? Es evidente que no, y no sólo porque muchos antiguos demócratas militen en sus filas, sino porque habría que remontarse al inicio de los tiempos para que los crímenes individuales manchasen a las generaciones sucesivas por la eternidad de los siglos.

La guerra ha terminado y, como espléndidamente dijera Manuel Azaña en discurso pronunciado en 1938, sus cadáveres ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y “con los destellos de su luz lejana y remota como la de una estrella nos musitan el mensaje de la patria eterna que pide a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”. A lo mejor, ellos son capaces de pedirlo y los españoles actuales todavía no. Bastante torpes serían si fuere así, porque no hay nada más absurdo que inventarse problemas que el tiempo podía haber resuelto. Unos y otros, repito que bastante más los franquistas por el simple hecho de que carecieron de legitimidad, fuimos crueles y bárbaros, no tuvimos piedad. Parece que ya va siendo hora de terminar.




sábado, 9 de diciembre de 2006

La casa de muñecas de Marbella

Durante siglos, los seres humanos carecieron de algo semejante a un derecho a la intimidad, es decir, a un mundo personal cerrado al conocimiento de los demás. Poderosas razones psicológicas sirven para explicarlo: En primer lugar, en un mundo dedicado a Dios, se entendía que lo oculto era pecaminoso. Por otra parte, el campesino, que representaba a la inmensa mayoría de la población, era pobre y de una incultura próxima a lo primario. Podía decirse que no existía, pues nada de carácter intelectual le era propio, ¿cómo iba a reconocérsele algo semejante a un derecho a pensar o sentir con relevancia? Se trataba de seres que habitaban en inmundas covachuelas, cuyo único objetivo era subsistir y, mientras, servir a su señor. Su mundo propio no se consideraba merecedor de protección por el derecho.

Podría sostenerse que la intimidad pertenecía sólo a los poderosos. Pero, en el fondo, ni siquiera esto. La distribución de las fortalezas del medievo, después la de los palacios señoriales que reflejan el modo de vida de los grandes de la tierra hasta finales del siglo XVIII, no estaba destinada a preservar la de sus moradores. Observemos uno de los más representativos símbolos del absolutismo, Versalles. No existen pasillos, se carece de espacios reservados pues las estancias se suceden una tras la otra mostrando su grandeza sin tapujos. Es el centro de la Corte francesa que propiamente no vive allí, lo que hace es participar en una representación, la de su propia majestad. Se trata de un espectáculo en el que cada uno tiene un papel aprendido desde la cuna. Su misión era exhibirse, desempeñar adecuadamente una función que debía repetirse intacta desde el comienzo de los tiempos.

Durante mucho tiempo, el mundo fue una inmensa casa de muñecas en donde se danzaba, rezaba o moría de la manera que lo habían hecho los antepasados, pues la individualidad carecía de sentido. Las revoluciones burguesas establecieron, por fin, el derecho a la intimidad, que era tanto como reconocer el valor de una zona de nuestra personalidad caracterizada por el carácter libre de pensamientos y actos, que no queremos que sean conocidos porque son distintos a los de los demás. Las Declaraciones de Derechos de las colonias norteamericanas establecieron la búsqueda de la felicidad como el objetivo esencial de la vida política.

A partir de entonces, se distinguió perfectamente el mundo de lo público del de lo privado, que sería inaccesible a los demás en cuanto destinado a la realización personal. Todo el ordenamiento jurídico desplegaba sus efectos para la protección de esa esfera. Han pasado escasamente dos siglos, y la intimidad parece de nuevo encaminada a la desaparición aun cuando sólo fuere por la inexistencia de mecanismos adecuados para su salvaguarda. Da la impresión de que los medios de comunicación, el factor más fuerte de despersonalización en nuestra época, hubiesen llenado el mundo de nuevas casas de muñecas para representar distintas comedias, tristes algunas, otras alegres, destinadas a la distracción y al entontecimiento del público.

Desde luego, también las hay especialmente horteras como la que, al parecer, se ha creado en Marbella. Allí, el espectáculo ha estado bien servido. Un alcalde cincuentón que, desde el momento de su elección, se considera triunfador con derecho a proclamar musa de la ciudad a una cantante folklórica, a la que después hace su amante y la pasea a caballo por El Rocío, todo muy estético desde luego. Unos ediles que concebían la política como un instrumento para proporcionar regalitos a los ciudadanos a cambio, eso sí, de enriquecerse a costa del erario público, sin olvidar a unas cuantas vampiresas entradas en años que veían pasar bolsas de basura llenas de dinero como si fuera una cosa de todas los días.

Y todo ello, sin olvidar a una ciudadanía encantada de salir todos los días en los periódicos gritando ¡guapa, guapa! a la protagonista de turno, fuere cantante, política o, simplemente, tonta.

Julián Muñoz y demás compañeros podrán ser responsables jurídicamente de todo el desaguisado, los tribunales lo dirán. Pero, desde luego, difícilmente lo serán moralmente. Se han comportado como seres patéticos, niños con zapatos nuevos encantados de jugar a estadistas y héroes, y que sólo suscitan piedad. Se han creído la obra que estaban representando, cuyo guión desde luego no habían escrito. La única responsable es nuestra sociedad, que no puede vivir sin la correspondiente dosis de espectáculo y circo, y que ha olvidado no sólo lo que es la moralidad y la decencia, sino también el buen gusto.

Cuando las televisiones, el único instrumento de información que actualmente consumen las masas, se dedican día tras día a jalear este tipo de personajes como si fueran honorables y serios es evidente que no podía esperarse cosa distinta de la que finalmente ha ocurrido.