sábado, 8 de abril de 2006

El sueño de Matrix

Decía Ortega y Gasset en 1925 que “todavía en mi generación gozaban de gran prestigio las maneras de la vejez. El muchacho anhelaba dejar de ser muchacho lo antes posible y prefería imitar los andares fatigados del hombre caduco. Hoy los chicos y las chicas se esfuerzan en prolongar su infancia y los mozos en retener y subrayar su juventud. No hay duda entra Europa en una etapa de puerilidad”. Se iniciaba el siglo XX y Ortega supo adivinar una de las consecuencias de lo que iba a ser el Estado del Bienestar: la creación de ciudadanos pasivos, desinteresados de la vida pública y obsesionados exclusivamente por su felicidad.

El aparato estatal va a subsistir sobre la base de la disminución del nivel mental de la población, su infantilización. El continuo aumento de la riqueza le va a permitir colmar de regalos a sus súbditos, haciéndolos felices. Todo el mundo exige prestaciones al Estado. A la manera de niños malcriados, nuestros contemporáneos quieren más y más; a todo creen tener derecho, pero sin ninguna responsabilidad. El “maná” garantizado, la vida política, entendida como instrumento de participación, tiende a desaparecer. Para qué intervenir, para qué pensar, si se nos da todo hecho. La consecuencia la había adivinado, en su momento, Stuart Mill: “La tendencia general de las cosas del mundo consiste en hacer de la mediocridad el poder dominante entre los hombres”. Existen espléndidos instrumentos para conseguirle, la televisión por ejemplo.

El estilo de vida de la sociedad occidental es moldeado, incluso en sus aspectos más insignificantes, por unos medios de comunicación que desde finales del siglo XX han adquirido una enorme fuerza de penetración con el perfeccionamiento de sistemas que propician la pasividad en el espectador, facilitando la asimilación de sus mensajes. Todo lo que se transmite viene a suponer, directa o indirectamente, oferta de productos; las ideas han desaparecido. Durante un tiempo se dijo que la opinión pública se había convertido en la reina del mundo, la verdad es que desde hace tiempo, si queda alguna, es la publicidad. Se diría que jamás una entronización ha sido más estúpida, a base de juegos de muñequitos en un aparato que emite continuamente imágenes. Es muy posible que Matrix sea ya una realidad, y si lo es ¿cómo podremos salir?

Ciertamente, lo anterior puede predicarse de todo Occidente pero quizás en ningún sitio en forma tan clara como en España. Llevamos años dedicados a un juego absurdo, el de la comparación de la mayor o menos identidad nacional de las distintas partes de nuestro Estado: Euskadi sería el hogar de un pueblo milenario; Cataluña, la forjadora de un gran imperio mediterráneo; Extremadura, la que alumbró América, llenándola de aventureros y conquistadores y así hasta casi el infinito... Por supuesto, no se nos puede olvidar la hermosa Andalucía, sede del califato de Córdoba y cruce de todas las culturas. ¿No es absurdo?

Mientras nos dedicamos a este espectáculo, la península se va llenando de integristas islámicos, nada infantiles, que de vez en cuando nos obsequian con atentados sanguinarios para que los contemplemos como quien observa un film especialmente intenso. Al mismo tiempo, Estados Unidos se desangra en Irak sin que nosotros nos planteemos lo que realmente se está ventilando allí, y no lo hacemos porque, en nuestro sueño, eso del choque de civilizaciones se percibe como una simple pesadilla. No hay que preocuparse de nada, todos los días la televisión nos suministrará la suficiente dosis de cotilleo, circo y escándalo para mantener nuestro letargo. Y nadie se preocupará por la eliminación de bienes jurídicos tan esenciales como la dignidad y el honor sobre los que se construyó el propio concepto del individuo en Occidente.

Nuestros sueños están llenos de hombres venerables de nombres muy bellos: Sabino Arana, Blas Infante...Eso sí, se pelean mucho, parecen irritados y celosos. Y cada uno de nosotros se siente identificado con unos u otros. ¡Que sueño más tonto! Lo malo será que, más pronto que tarde, despertaremos y nos espera la cruda realidad.