sábado, 3 de noviembre de 2001

La victoria de Ben Laden. Diario El Mundo


Desde el comienzo de la intervención americana en Afganistán, las portadas de los medios de comunicación parecen sincronizadas al reflejar un lento pero seguro avance militar: bombardeos, apoyo a la Alianza del Norte, primeras intervenciones terrestres… Podría dar la sensación de que la continuación está escrita, entrada en Kabul, deserción en masa de los talibanes, huida de los resistentes a las montañas y formación de un gobierno de coalición apoyado desde el exterior. Pero,¿y después? Lo verdaderamente descorazonador de este conflicto es que difícilmente se podrá ganar. El objetivo de Ben Laden es perfecto por su simplicidad: América debe perder su seguridad. Es evidente que lo ha conseguido. Incluso en el supuesto de que encontrasen su refugio y fuese eliminado, quedarían otros millones de potenciales Ben Laden en el mundo.Y Occidente no puede subsistir sin la normalidad de lo cotidiano.

 Durante siglos, nos hemos desarrollado sobre la base de que la existencia no tiene por qué ser rechazada pues es grata a Dios que la ha creado. Es perfectamente legítimo, por tanto, perseguir el bienestar. Tomás Moro decía a comienzos del siglo XVI que "los utopianos discuten sobre la virtud y el placer. Pero la principal y primera controversia se centra en saber dónde está la felicidad del hombre. ¿En una o varias cosas? Sobre este punto, parecen estar inclinados, más de la cuenta, a aceptar la opinión de los que defienden el placer como la fuente única y principal de la felicidad humana". El placer constituye un derecho de los hombres que las primeras Declaraciones de Derechos de las colonias americanas se preocuparon de subrayar: "Todos los hombres son iguales y tienen unos derechos sagrados e inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Para conseguirlo, transformamos el mundo a la medida de nuestras necesidades mediante la experimentación, la ciencia y los artificios mecánicos. 

Al final, nos hicimos dueños y señores de la naturaleza con una visión optimista de la historia que parecía dirigida hacia el desarrollo indefinido. Así, el Marqués de Condorcet se preguntaba:¿Sería absurdo suponer que llegará un tiempo en el que la muerte sólo sobrevendrá por algún accidente o por la lenta destrucción de las energías vitales, sin que se pueda poner un límite fijo?". Hasta la inmortalidad parecía posible. Nos convertimos en seres soberbios, pero al mismo tiempo tremendamente frágiles, pues, como diría Kenneth Clark, la civilización exige "confianza en la sociedad en que se vive, fe en su filosofía, fe en sus leyes y confianza en la propia capacidad mental". Y todo esto es muy fácil de perder, basta con empezar a dudar. La sensación de victoria es siempre más psicológica que real, en consecuencia las sociedades humanas durarán lo que ellas mismas quieran durar. En la Edad Media, por ejemplo, no pudo darse un serio esfuerzo civilizador pues constituyó un período dominado por los cuatro jinetes del apocalipsis: peste, hambre, guerra y muerte que impidieron el desarrollo de las instituciones humanas durante siglos.

 Sin embargo, hay un quinto jinete que cabalga libremente en los tiempos de crisis: el miedo. Surge un día y va minando poco a poco los recursos de cualquier sociedad hasta que llega un momento en que se constata la pérdida de su energía vital y de sus deseos de progreso. El miedo produce desesperanza y elimina la sensación de seguridad. En esas condiciones, desaparece el espíritu planificado de lucro, la capacidad de invención y de transformación de las cosas del mundo.¿Para qué, si la vida ha dejado de tener sentido? Las plagas destruyen las ganas de vivir. Las civilizaciones como los mismos seres humanos nacen, se desarrollan y mueren. Es un proceso imperceptible que parece repetirse eternamente, y Roma constituye su mejor modelo. Ciertamente, nuestra situación parece muy lejos de la decadencia pero sería conveniente tener en cuenta que la derrota de Ben Laden no puede producirse en Afganistán. Ese es el escenario anecdótico del conflicto, pues su desarrollo real está teniendo lugar en el rico teatro europeo y americano. Es allí donde se ventila el verdadero problema: nuestra capacidad para vencer el hambre y la miseria del tercer mundo y la posibilidad de construir una sociedad global guiada por la razón, que es tanto como decir la solidaridad.